LA CRUZ Y LA GLORIA

abril 3, 2015 § Deja un comentario


La Cruz y la Gloria

 

Mi vida nadie me la quita; yo la doy voluntariamente (Jn 10, 18)

Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo pra que tu Hijo te glorifique a ti; ya que le has dado autoridad sobre todos los hombres para que dé vida eterna a cuantos les has confiado. En esto consiste la vida eterna; en conocerte a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesús, el Mesías. Yo te he glorificado en la tierra cumpliendo la tarea que tú me encomendaste. Ahora tú, Padre, dame gloria junto a ti, la gloria que tenía junto a ti, antes de que existiera el mundo (…) Todo lo mío es tuyo y lo tuyo es mío. En ellos se revela mi gloria (Jn 17, 1-4, 10)

Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino (Lc 23,42)

Misericordia Divina, que brota del costado abierto de la herida de Cristo, en ti confío.

Misericordia Divina, que brota del costado abierto de la herida de Cristo, en ti confío.

 

Hoy la Iglesia universal, el Pueblo de Dios, llora la muerte de Jesús. A diferencia de otros maestros universales, que murieron en la serenidad y en la compañía de sus discípulos, como Confucio o Buda, o, en el caso de Mahoma, que muere en brazos de su mujer amada y con el afecto y compañía de los suyos, Jesús muere abandonado por todos –o casi todos-; abandonado por los hombres y, en cierto sentido, abandonado por Dios. Por tres veces pidió en la noche de su Pasión al Padre que apartara de Él ese cáliz. Los Evangelios canónicos guardan silencio con respecto a si recibió alguna respuesta, aunque Mateo, que relata más prolijamente la triple petición de Jesús parece dar a entender que sí: “Ahora ya podéis dormir y descansar”, en una de las traducciones de Mt 26, 45, les dice a sus discípulos, que no habían podido velar ni siquiera una hora (Mt 26, 40). Junto a los Evangelios canónicos, algunos apócrifos muestran el ángel del Señor confortando al Señor, y no son pocas las imágenes de la iconografía tradicional que muestran a Jesús orando en el Huerto de los Olivos y al ángel del Señor ofreciéndole el cáliz, signo de su Pasión.

Junto al abandono, a la tristeza mortal relatada por Mateo, el evangelista refiere que Jesús sintió angustia (vid. Mt 26, 37-38). Los hechos posteriores de la Pasión, con las burlas de los romanos, las vejaciones, los azotes, la coronación de espinas y, finalmente, la elección de la muerte en cruz, reflejan que Jesús murió de forma ignominiosa, colgado de un madero –lo cual era un signo de maldición para los judíos, tal y como proféticamente indican los salmos-, abandonado por sus discípulos y profiriendo el misterioso grito, conocido tradicionalmente como “la sexta Palabra”: “¿Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?”, correspondiente a la antífona del Salmo 27.

¿Qué compañía pudo tener Nuestro Señor en tal terrible hora? En primer lugar, junto a Él, fueron crucificados dos malhechores. El Evangelio de Lucas nos narra cómo uno de ellos, cuyo nombre sólo nos es conocido por los apócrifos, se dirigió a Él con las palabras: “Señor, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. El “Buen ladrón”, conocido en la devoción apócrifica y popular como Dimas, personaje al que los Padres de la Iglesia dedicaron no pocas reflexiones, y que fue cayendo en el olvido en la liturgia, fue el único del cual, según palabras del propio Jesús, podemos saber por la fe todos los cristianos que está en buen lugar, al recordar la contestación que Él le dio desde la Cruz: “Te aseguro, que hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23, 43) . De hecho, muchos Padres de la Iglesia y teólogos medievales afirmaron que el buen ladrón fue el primero en entrar en el cielo junto a Jesús, después de su descenso a los infiernos –o seol, el lugar de los muertos-, para liberar a todos aquellos que por el primer pecado estaban privados de la visión beatífica de Dios Padre, y que Jesús hubiese querido liberar, como afirmara el gran teólogo del siglo pasado Urs von Balthasar, según los misteriosos designios de su divina Misericordia. La Misericordia se manifestó de forma potentísima en aquella hora sublime en la que, habiéndose cubierto la tierra de tinieblas, como relatan los Evangelios, Jesús entregó el espíritu y Longinos hirió su costado herido, del que manaron sangre y agua. Santa Faustina Kowalska, el pasado siglo, manifestó que en revelación privada el propio Jesús le había hablado de ese momento como fuente de gran Misericordia para todo el mundo, como supremo atributo de manifestación de la Gloria (shekiná) de Dios.

También estaban junto a la Cruz de Jesús, nos narran los evangelistas, las «tres Marías»: su Madre, María Santísima, la hermana de su Madre, María la de Cleofás, y María la Magdalena, así como «el discípulo que tanto amaba», como acostumbraba a definirse a sí mismo el evangelista San Juan. Mas el Evangelio de San Juan es el que más nos presenta esta proximidad a la Cruz de las personas nombradas, pues en Mateo se nos dice que, en las cercanías del Calvario, se hallaban «muchas mujeres» -no se habla para nada de Juan-, las cuales observaban a Jesús «de lejos». Así, leemos en Mt 26, 55-56: «Estaban allí muchas mujeres mirando de lejos, las cuales habían seguido a Jesús desde Galilea, sirviéndole,  entre las cuales estaban María Magdalena, María la madre de Santiago y de José, y la madre de los hijos de Zebedeo».

La Gloria, para Dios, es la Cruz, y la Cruz es la Gloria. O, mejor dicho, no pueden entenderse ninguno sin la otra. Y es que lo que nosotros llamamos gloria, la gloria del mundo, no tiene nada que ver con lo que es la Gloria para Dios. Los bienes materiales, la riqueza, los títulos, los honores, las potestades, el poder, el honor e incluso los respetos humanos, son cosas a las que Dios no da importancia; todas ellas –algunas de ellas necesarias- no son más que cosas pasajeras a las que muchas veces nos apegamos, cada uno desde su sí mismo y sus circunstancias, como diría el gran Ortega y Gasset, para no ver lo esencial. Así, en el peor de los casos, nos perdemos a nosotros mismos queriendo ganar el mundo y no reparamos en la seria advertencia de Jesús: ¿En qué aprovecha al hombre ganar el mundo si arruina su vida? Mas aun en este caso, podemos levantarnos setenta veces siete con la ayuda de la Misericordia de Dios, quien dispuso para nosotros precisamente el Sacrificio de su Hijo. Una sola gota derramada de la Sangre de Cristo vale más para Dios que todos los pecados de la Humanidad conjuntamente considerados. Y Jesús no quiso reservarse ninguna. La derramó toda por amor a nosotros, pues Él era y es el Amor y la Misericordia mismos. En expresión de Urs von Balthasar, que constituye además el título a una de las obras en las que se refleja su pensamiento más depurado, “sólo el Amor es digno de fe”. Y la Cruz es la prueba del Amor de Dios. A nadie que haya amado de verdad se le ahorran dolores; o, visto de manera más positiva y saludable, el amor hace soportable los dolores del mundo y posibilita el perdón, pues, “a quien mucho ama, mucho se le perdona” (vid. Lc 7, 47). Jesús quiso ganar ese perdón y la paz que de él se deriva para todos con su extraordinario Sacrificio redentor en la Cruz, de la cual, la liturgia católica, en el Oficio del Viernes Santo, canta la antigua antífona que reza: “Mirad el árbol de la Cruz, en el que estuvo clavada la salvación del mundo. Venid a adorarlo”. Personalmente, desde hace cuatro años, cuando comencé a asistir a los Santos Oficios, me sobrecoge ese momento. Por un árbol, el de la ciencia del bien y del mal, nos vino el pecado y la muerte. Y por otro, el “árbol de la Cruz”, regado por la Sangre de Nuestro Señor, se nos devuelve una vida que sobrepasa en mucho la antigua preternaturalidad de nuestros primeros padres, pues, además del perdón de nuestros pecados, nos otorga un bien que sólo mediante en ejercicio en la fe podemos experimentar de modo muy imperfecto: la filiación divina. La libertad de los Hijos de Dios. Con razón escribió tan misteriosa como bellamente San Pablo: “Dios nos encerró a todos en la desobediencia para tener misericordia de todos (Rom 11, 32)”.

¿Cómo podemos contemplar este Misterio, que sobrepasa toda razón y toda lógica? Frente a la actitud amante de Dios, que se entrega por nosotros, muchas veces nosotros le negamos, como Pedro, y esta actitud es comprensible desde nuestra humanidad; pues, ¿cómo no comprenderla cuando el propio Hijo de Dios pidió a su Padre que le librara de su hora? Dios no nos ahorra la cruz, nuestra propia cruz, poca o mucha, percibida desde nuestra subjetividad única y unida misteriorsamente a la Cruz del Señor con una intensidad que sólo Dios conoce. Lo cierto es que, por mucho que neguemos el dolor, el sufrimiento, el mal y la cruz, estas “cosas molestas” van a estar en el mundo, en las tinieblas de nuestra vida, y nos las vamos a encontrar. Es desde la contemplación de esta realidad desde donde podemos comenzar un camino, no exento de pruebas y dificultades, de purificación interior. Si dirigimos nuestra mirada al Crucificado, sólo podemos advertir el Él una mirada compasiva, de acompañamiento en nuestro dolor, pues Él mismo pidió que se lo quitaran. Sin embargo, antes de experimentar la angustia y la tristeza mortal de Getsemaní, Él mismo, en la noche en que iba a ser entregado, dirigió a los Apóstoles estas hermosas palabras: “En el mundo tendréis tribulación. Pero tened valor: yo he vencido al mundo (Jn 16, 33)”. Ante la angustia del dolor, del mal y de la muerte, tenemos a nuestra disposición el “salto existencial” que tan bien describiera el filósofo danés Søren Kirkegaard, y que sólo se expresa en el salto de la fe, de la confianza en lo que no entendemos; pero no es un salto al vacío; es un salto existencial que nuestro yo subjetivo quiere depositar en la confianza en el Amor incondicional de Dios. En definitiva, después de mucho caminar a oscuras, a nuestras angustias vitales también se nos ofrece la posibilidad de responder como respondieron a Jesús sus discípulos… “¿A quién acudiremos? Sólo Tú tienes palabras de vida eterna”.

Volviendo a nuestro comportamiento cotidiano, frente a las actitudes extremas y opuestas de la desesperación o de la incredulidad y el rechazo de Dios provocados por el miedo, el pecado, el odio, la desesperación -fruto muchas veces de un concepto tergiversado de Dios, en los que muchos dirigentes de la Iglesia han tenido históricamente no poca responsabilidad- y otros males, la mayor parte de las veces escogemos un camino intermedio, que acostumbra a tomar la forma del auto-aturdimiento mediante la búsqueda de distracciones, más o menos nocivas, que cubran el velo de nuestra miseria. En los casos menos graves, caemos en el tedio o en quehaceres que nos distraen de lo esencial, denominada recientemente, en feliz expresión del papa Francisco, como “martismo”, para referirse a la sobreocupación en la que andan metidos muchos cardenales de la Curia romana, y en sus apegos al mundo; la expresión es utilizada por el Santo Padre en referencia al episodio de Marta y María, narrado en Lc 10, 41, en el que el Señor le dice a Marta, que “anda inquieta con muchas cosas”, al contrario de María, que se había quedado escuchando su Palabra, y que “sólo una cosa es importante”. La Semana Santa, el Triduo Pascual, como celebración litúrgica más importante del año para la Iglesia católica, nos brindan la ocasión de desapegarnos de todo aquello que nos impida conectar con nosotros mismos. Para conectar con nuestro verdadero yo, libre de afectos y emociones negativas, lo cual no es nada fácil, como reconoció el propio Jesús en varias ocasiones, incluso respecto de Sí mismo, como ya hemos visto en su oración en Getsemaní, pues “estrecha es la senda que conduce a la salvación” (Mt 7, 14), y “el espíritu está pronto, pero la carne es débil (Mt 26, 41 in fine)”, para recobrar así la paz de espíritu que mueva nuestros corazones hacia la verdadera Gloria de Dios: la obra colaboradora en la redención del hombre, hecho a su imagen y semejanza, llevada a cabo por Jesús una vez y para siempre y enriquecida con los méritos de la Comunión de los Santos. O, dicho de una manera más sencilla, la entrega de nosotros mismos a Dios y a nuestros hermanos hasta el final, en la conciencia de que todos somos hijos de un mismo Padre celestial y de que hemos sido redimidos por un Amor crucificado que sobrepasa toda comprensión humana, al que podemos unir nuestros afanes cotidianos y expresado en la Cruz de Cristo, “escándalo para los judíos y necedad para los gentiles” (1 Cor 1, 23). Porque, utilizando una feliz expresión del Padre Jesús Trullenque, cuando nos olvidamos -nos negamos- a nosotros mismos, y hacemos algo por los demás, por pequeñito que sea, algo se ensancha en nuestro corazón, y podemos sentir, también por pequeña que sea, una paz inefable. Así, tengamos la mirada puesta en el Crucificado, en Aquel que tuvo un amor tan grande como para “dar la vida por sus amigos” (Jn 15, 13), o “dar la vida en rescate por todos (Mt 20, 28)”. Con su sacrificio Jesús restableción la amistad de la Humanidad con Dios, reconciliando consigo al mundo mediante su muerte y su resurrección, y derramando el Espíritu Santo para el perdón de los pecados, como reza la fórmula de la absolución de la Confesión sacramental en la Iglesia Católica. Y desde esta confianza, los cristianos esperamos todos los años la Pascua, el paso en el que Jesucristo será glorificado resucitando de entre los muertos, y con esta fe y esta esperanza anhelamos también, en medio de la tribulación y de nuestra propia cruz, la victoria sobre la muerte, el pecado y el mal ya ganada para nosotros con la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Feliz Pascua a todos.

 

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LA CRUZ Y LA GLORIA by Pablo Guérez Tricarico, PhD, with the excepton of the multimedia elements inserted, is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-ShareAlike 4.0 International License.
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