Dios salve a S.M. Don Juan Carlos y a S. M. Felipe VI (dicho por un republicano). Breve ensayo sobre la oportunidad histórica de la abdicación del soberano y sobre la soberanía en el contexto de la crisis española.

junio 4, 2014 § 1 comentario


 Ya hay un español que quiere vivir y a vivir empieza, entre una España que muere y otra España que bosteza. Españolito que vienes al mundo te guarde Dios. Una de las dos Españas ha de helarte el corazón (Antonio Machado, Proverbios y Cantares, Campos de Castilla, 1912)

Parecerá extraño incorporar una entrada de esta naturaleza en un blog sobre victimizaciones. No se asusten mis lectores; intentaré condensar la esencia de lo que quiero transmitir en el menor espacio posible. Simplemente no puedo dejar de expresar mi opinión sobre la que ya ha sido definida por los medios españoles como la mayor noticia del año, y que afecta indudablemente a temas sociales y políticos sobre los que he escrito, en la medida en que éstos contribuyen a la génesis de fenómenos de victimización y opresión de las personas menos desfavorecidas. Por ello, y aprovechando deliberadamente el «tirón mediático» de la noticia, me propongo realizar, «by the way (or not?)», una serie de consideraciones que se me antojan imprescindibles para comprender las claves de este acto real, relativas a mi percepción del Estado y de la misma democracia españoles. Como jurista acreditado y analista social y político diletante, quisiera realizar a este respecto unas pocas observaciones sobre la abdicación del Rey y sobre sus posibles consecuencias para el país, no sin antes partir de una serie de valoraciones previas sobre nuestra forma de gobierno. Puesto que somos, teórica y jurídicamente (lo que acaso sea lo mismo), una monarquía constitucional democrática, y, más concretamente y ante todo, como afirma el artículo 1 de la Constitución Española de 1978, un «Estado social y democrático de Derecho», para realizar un adecuado análisis de la decisión del monarca y de su trascendencia sociopolítica habrá que partir del análisis de la forma de gobierno y del origen político del poder del Estado, para pasar después a valorar qué incidencia sobre éste pueden tener los comportamientos de quienes detentan su jefatura.

La frase con la que titulo esta entrada podría parecer un ejemplo de lo que los clásicos habrían definido como una contradictio in abiecto. En realidad, lo que me interesa es poner de manifiesto mi valoración sobre la decisión real, así como el lugar que debería ocupar en este momento concreto de la historia de nuestro país el debate abierto tras la abdicación del monarca  sobre la oportunidad de mantener o de cambiar la actual forma de gobierno, expresada en concreto por la opción entre monarquía y república.

Muchas veces se ha dicho que este país no es monárquico, sino «juancarlista», expresión tan práctica como atinada, y con la cual no me disgustaría en absoluto definirme.

En lógica estricta, cualquier demócrata racional debería definirse como republicano. La opción monárquica, que justifica legalmente una discriminación por el linaje, debería parecernos a todos injusta, e impropia de un gobierno del pueblo o de una concepción del Estado democrático como el nuestro en el que, como proclama con gran autoridad nuestra Constitución en su artículo 1.2, «la soberanía reside en el pueblo español, del que emanan todos los poderes del Estado». Sin embargo, lo que creo que a mí -y me temo que también a muchos indignados, así como desencatados o decepcionados (yo pertenezco más bien a este grupo)- de dentro y de fuera del 15-M, así como a buena parte de la izquierda sociológica del país nos ocurre, es que sencillamente ya no nos creemos esta afirmación: ¿De verdad alguien puede sostener en serio en la actualidad que la soberanía reside en el pueblo, del que emanan los poderes del Estado? ¿O que, como proclama con toda pompa el artículo 117 de la Constitución, «la justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey (…)»? ¿Qué poder real tiene en la actualidad el Estado-Nación? ¿Hay verdaderamente división de los poderes formales del Estado? Sin ánimo de querer despachar cuestiones que merecerían un análisis más sosegado, preguntémonos más bien: ¿Dónde ha quedado la soberanía? ¿Qué ha pasado con el Estado social, como el más alto texto normativo define a nuestra forma de gobierno? ¿Qué ha pasado con lo que los constitucionalistas denominan «Constitución económica», y que no es más que aquella parte de nuestra Carta Magna que se refiere a la organización del poder económico? El artículo 128 contiene esta preciosa declaración, no sólo «de intenciones»: «Toda la riqueza del país, cualquiera que sea su titularidad, está subordinada al interés general». Pues ocurre sencillamente, entre otras cosas, que la soberanía económica fue transferida en fraude de Constitución -concretamente, en fraude de su artícuo 93-, al Sistema Europeo de Bancos Centrales, con la ratificación de nuestro país del Tratado de la Unión Europea (también conocido como Tratado de Maastricht), sin objeción alguna por parte de un Tribunal Constitucional políticamente dependiente de los dos grupos parlamentarios mayoritarios de las Cortes Generales en 1992; un Tribunal tibio y mediocre, privado de la genialidad jurídica de sus primeros miembros, cuyo dictamen sobre la compatibilidad de nuestra Constitución con dicho Tratado guardó silencio salvo en la cuestión, muy menor, de la necesidad de su reforma sólamente para extender el derecho de sufragio pasivo a los extranjeros comunitarios; a diferencia de otros Tribunales Constitucionales, como el alemán, que al menos realizaron declaraciones interpretativas sobre los límites a una cesión de soberanía económica, y cuyos efectos más devastadores estamos viendo, y algunos experimentando ahora. Ironías del destino. Las únicas palabras de la Constitución que se introdujeron en aquel momento fueron «y pasivo», en relación con el aludido derecho de sufragio. Lo que sucedió en realidad es que la esencia de la Constitución pasó a depender de instituciones comunitarias no democráticas. La introducción de la expresión «y pasivo» pareció preconizar que, a partir de entonces, toda la Constitución sería pasiva; es decir, heterodependiente, heterogestionada teóricamente por «Europa». Vamos a ver por quién. Volviendo al tiempo presente, todos estamos en crisis, pero algunos más que otros. Comoquiera que en estos tiempos la Economía lo es todo -o por lo menos eso se le pide que sea por parte de la sociedad, hasta acabar conformando la esencia misma de la configuración social de las comunidades sociopolíticas posmodernas-, resulta que toda la soberanía ha sido transferida al SEBC y, más concretamente, a su centro, la diabólica institución llamada Banco Central Europeo, independiente e irresponsable, no subordinado a nadie salvo a «los mercados». Tenemos por lo tanto una democracia formal, basada en lo que otras entradas del blog en el que se insertan estas reflexiones he denominado como «ficción contractualista».

La idea del contrato social, fruto de la revolución burguesa, sirvió como base para la instauración pacífica durante la transición de un régimen democrático en nuestro país. En aquellos tiempos más nobles, en los que la Economía no había alcanzado la hegemonía cultural del discurso político, mediático y social del país, pudo haber elementos que hicieran parcialmente auténtico ese contrato social. Ahora, desgraciadamente, no lo hay. No lo hay cuando más de un quince por ciento de la población española malvive bajo el umbral de la pobreza; cuando la tasa de paro general se mantiene en el orden del 27% -de la tasa de paro juvenil ni hablamos, pues ya he hablado bastante-; cuando los sueldos de los «afiortunados» trabajadores cualificados e hipercualificados están en niveles del orden de los 900 euros; cuando desde todas partes se impone la «receta» de la moderación salarial mientras las grandes empresas se niegan a limitar sus beneficios y a pagar impuestos con total impunidad; cuando se da la primacía a la estabilidad macroeconómica y se ingnora el sufrimiento de millones de personas de nuestro país, sufrimiento que clama al Cielo; cuando la educación, curiosamente, considerada como un derecho del más alto rango, con sus efectos directos y todo eso por la posición que ocupa en nuestra Carta Magna, como un derecho fundamental, es decir, en el mismo plano de valoración jurídica que los llamados por los marxistas «derechos formales o burgueses» -como el derecho a la libertad de expresión-, o el que ya comienza a ser cuestionado por el partido que sustenta al Gobierno derecho de manifestación, así como la sanidad de este país, sufren las consecuencias de una crisis que para la mayoría de los ciudadanos resulta tanto injusta como incomprensibe; cuando los derechos de las corporaciones y de las entidades financieras, que son personas jurídicas pero no ciudadanos, prevalecen sobre los derechos de los ciudadanos de verdad, es decir, de las personas físicas que sufren y padecen; personas que ven continuamente pisoteada su dignidad -sí, la misma dignidad humana la cual, según el artículo 10 de la Constitución Española, es «fundamento del orden político y de la paz social»-; cuando estas mismas personas se ven incapaces de poder alimentar o dar cobijo a sus hijos. Así las cosas… ¿pero de verdad alguien sensato puede creerse todo esto de la soberanía nacional, la democracia, los votos, las urnas y la realidad de toda esa preciosa construcción teórica que cambiara radicalmente la concepción de la política en buena parte del mundo occidental a finales del siglo XVIII?

El resultado de toda esta situación, a mi juicio, no ha sido otro que la pérdida del consenso social y político constituyente de 1978, fruto del austericidio heteroimpuesto por la Troika y alabado por los el gobiernos Zapatero y Rajoy, al menos hasta la sorpresa electoral del 25-M, que para algunos ha sido intepretada como un sorpasso de la izquierda. Llegados a este punto, e incluso antes, muchos lectores se habrán ya preguntado qué tendrá que ver todo esto con la abdicación del Rey. La respuesta que voy a tratar de dar es que, a mi juicio, la relación entre la pérdida del consenso democrático constituyente con la propia institución monárquica y el debate abierto sobre la abdicación ha provocado que la decisión de abdicar del Rey Don Juan Carlos haya trascendido, tanto en el debate mediático como en el debate social real, precisamente por el estado de justificada crispación ciudadana y por la acelerada disminución de la cohesión social por la que está pasando el país, lo que en otras circunstancias podría haberme limitado a interpretar como un simple cambio en la jefatura del Estado. Las claves de interpretación de la decisión del monarca, así como la valoración de la misma y de sus efectos, pasan necesariamente por el análisis de la difícil realidad social que estamos atravesando. Por esta razón, en este contexto social que acabo de describir, ¿realmente a quién le importa la forma que debe revestir la jefatura del Estado? ¿Es moralmente lícito para las personas que queremos contribuir a cambiar las cosas de verdad en este país tan lacerado por la pérdida del consenso constituyente y por la pérdida de la legitimidad del poder político, tanto de origen como de ejercicio -por utilizar la terminología propia de los filósofos políticos clásicos-, que centremos nuestros esfuerzos en conseguir una república -preocupación que debe de andar, más o menos, en el puesto 56 de la lista de mis preocupaciones, por poner una cifra lo suficientemente baja pero que no resulte sólo simbólica-, cuando hay otros aspectos de la realidad social española cuya injusticia, como he dicho antes, clama al Cielo? Porque, si nos podemos exquisitos, en este país no va haber ni república ni nada, sino simplemente lo que hay ahora: la dictadura del poder financiero expresada por el culto a «los mercados». Otra vez, las nuevas fuerzas de la izquierda y progresistas de este país se encuentran ante la trágica encrucijada de decidir entre cambiar las cosas de una manera realista, sensata y sosegada, o perpetuar el mismo error histórico de las izquierdas clásicas: la entraga a las estériles e inacabables luchas sobre las diversas «doctrinas» socialistas, comunistas y anarquistas y la aceptación de la consigna del «todo o nada» que condujeron al hundimiento de la Segunda República, a la guerra civil y a la dictadura franquista. Dios quiera que no nos pase lo mismo; o que no nos pase como en Bizancio, cuando, en 1453, mientras sus representantes políticos estaban más preocupados por discutir sobre el sexo de los ángeles que sobre la fortaleza de sus murallas y la preparación de sus fuerzas militares, la ciudad fue tomada por los otomanos, provocando la caída del Imperio Romano de Oriente.

En este contexto, la abdicación del monarca sólo puede merecer dos valoraciones por mi parte: según una primera lectura, podría haber habido factores ocultos vinculados a la Casa Real y al Gobierno que se me escapan, y que habrían llevado al Rey a adoptar esta seguramente difícil decisión. Sin embargo, según una lectura del acontecimiento de una manera más sosegada no puedo menos que considerar la abidación del monarca como un error histórico; hay varios factores para considerarlo así. En primer lugar, la misma situación por la que atraviesa el país me lleva a considerar esta decisión irresponsable del Rey como una huida hacia adelante, en un intento desesperado de apostar por el mejor valor que tiene, su hijo, para tratar de compensar lo que a mi juicio no dejan de ser fallos menores de la historia reciente del reinado de una persona que merece mis más sinceros respetos por su papel durante la transición, así como graves errores de los que no debería hacérsele responsable a él, sino a determinados miembros de la familia real.

Detengámonos un momento en el papel del Rey durante la transición a la democracia. Un proceso delicadísimo que ahora, a más de treinta años de distancia, resulta demasiado cómodo de cuestionar, cosa que, por cierto, les encanta hacer continuamente a los medios oficialistas de todas las tendencias. A falta de una explicación alternativa razonable y consistente, mi actitud hacia la verdad histórica no puede sino basarse en el principio de parsimonia de Ockham. Siento con ello desilusionar a los que pudieran esperar por mi parte el apoyo a herméticas teorías conspiracionistas que tratan de oscurecer el papel del monarca en aquellos difíciles tiempos, especialmente, en relación con los acontecimientos que presuntamente habrían rodeado el intento de golpe de Estado del 23-F. Más aún: mi repugnancia es aún mayor para los «progres de salón» como el impresentable «periodista» Évole, por haber difundido conscientemente en su programa hace no mucho información a sabiendas inveraz, así como para todos los cómplices, incluido al ex presidente del Gobierno Felipe González, que se rebajó a sí mismo sin ninguna necesidad de hacerlo, de aquella farsa mediática que mis lectores españoles seguramente recordarán: hay cosas con las que no se juega. Sencillamente, por ejemplo, el terror que rodeó aquel triste episodio de la Historia reciente de nuestro país, terror que experimentaron muchas personas de generaciones ahora con edades de más de cincuenta años; personas que habían puesto su esperanza en la construcción de un país mejor, y en la superación, a través de un sincero consenso democrático y de la que fuera llamada reconciliación nacional, de las dos Españas que todavía tristemente permanecen y de las que continúan haciéndose eco los sectores más extremistas de periódicos de cierta reputación y de tirada nacional. Los españoles somos o fachas o rojos. Tertium non datur. Tienen razón, sin desmerecer aquel proceso constituyente ejemplar de nuestra Historia, aquellos que afirman que en España jamás ha habido una revolución burguesa. Ahora estamos pagando, por la derecha, los efectos de la ausencia de una rebelión que venía obligada por lo que el gran filsófo Hegel describiera tan bien como «el Espíritu de los tiempos». El tiempo de España no es el tiempo de Europa. Ni siquiera el uso horario ha sido reajustado a su posición originaria. Solamente somos parte de una europa con minúsculas cuyo máximo objetivo por aunar esfuerzos y valores comunes se limita a compartir una misma forma del vil metal.

En este escenario es el que nos encontramos ahora. No está el país precisamente demandando más sobresaltos, cuando nos enteramos de la noticia de la abdicación del Rey Don Juan Carlos I en favor de su hijo. Los argumentos tecnocráticos y de «lavado de imagen de la monarquía» no soy convincentes por las razones arriba sucintamente aducidas. En contra de la abdicación pesan a mi juicio factores como la pérdida para el país de la experiencia del Rey, que cuenta todavía con una autoridad a nivel internacional que Felipe VI deberá trabajarse, a pesar de su impecable preparación, por ejemplo, en terrenos como la negociación diplomática con dignatarios extranjeros de Oriente Próximo, con Marruecos y con el resto de las monarquías mundiales. También podría aducirse el factor desestabilizador de un país que, como he expuesto largamente, no se encuentra precisamente en uno de sus mejores momentos. Y he aquí que he querido reservarme para el final una de las cuestiones más espinosas: el control del entusiasmo, a mi juicio desmedido y propio de la juventud de los líderes de las nuevas formaciones de izquierdas del país, en favor de una Tercera República española, aquí y ahora.  A corto plazo, en el intradía, utilizando el lenguaje hegemónico de la superciencia economicista. Como todo lo que se hace ahora en la mediocre política, no sólo exclusiva de nuestro país. En cuanto a la cuestión que nos ocupa, desde luego, a juzgar por cómo acabaron las otras dos efímeras repúblicas que ha conocido la Historia de España, no parece que la opción inmediata por una tercera pueda ser una opción sensata, sobre todo si la transición a la nueva forma de gobierno se realiza por la vía de los hechos, en todo o en parte del territorio del Estado, y no siguiendo el complicadísimo proceso de reforma constitucional exigido por el Título II de nuestro texto fundamental. A modo de conclusión, quisiera simplemente reparar en un aspecto: se da la circunstancia de que la mayoría de los Estados más avanzados socialmente del mundo y con mayor cohesión social son monarquías constitucionales, incluso confesionales: me refiero, más en concreto, a las socialdemocracias nórdicas o escandinavas, las cuales, a pesar del cambio de rumbo político impuesto por la tendencia hegemónica ultraliberal en Occidente, conservan no pocos de los elementos de la tradición de su forma de gobierno inspirada en la socialdemocracia y en una cohesión social envidiable. Pero no sólo: también algunos países de la Commonwealth que han mantenido el víncluo histórico con el Reino Unido de Gra Bretaña, como Canadá, Australia o Nueva Zelanda, además de varios pequeños estados soberanos repartidos a lo largo de los cinco océanos del mundo, son ejemplos -si bien cada uno con sus matices derivados de su propia Historia singular-, de países con una calidad de vida extraordinaria -por ejemplo, en relación con el respeto profundamente enraizado en la mentalidad de sus pobladores hacia su entorno natural y sus minorías étnicas, y, en consencuencia, con la apuesta por sus gobiernos por energías limpias y alternativas-, además de ser modelos, en algunas cuestines, de civismo y de cohesión social. Ello da un poco la idea de la accidentalidad de la forma que revista la jefatura del Estado en relación con los problemas que realmente interesan a la ciudadanía. Así las cosas, y teniendo en cuenta el país en el que vivimos, personalmente prefiero ver reinar a Felipe VI como Jefe del Estado que ver competir a los señores Emilio Botín, Francisco González o Amancio Ortega -o a Pedro J. Ramírez, Juan Luis Cebrián o Jesús Ceberio- en unas elecciones presidenciales. Aunque sólo sea como justicia poética. Una justicia que pertenece sin duda a un pasado más noble, en el mejor sentido del término.

Fdo./Signed by: Pablo Guérez Tricarico, PhD

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